Juventud desbordada
Hace unas horas, por ejemplo, recibí desde una cuenta de Facebook de quien se hace llamar Santiago Ducuara, toda suerte de insultos e improperios que por respeto a los lectores no replicaré, lesivas a la libertad de expresión, pero que me llevaron a otro análisis necesario.
A esta generación sin miedo, poco hay que instruirla sobre el significado del coraje o la beligerancia porque les sobra.
Pero sin caer en el servilismo y sin renunciar a la dignidad, urge ser formada no sólo en el pensamiento crítico, más bien en el criterio propio y no influenciado, en el respeto por el concepto contrario.
Formar para entender que no todas sus actuaciones tienen que ser aplaudidas y justificadas y que en la apertura reside el valor de la democracia. Lo otro es una réplica del estilo de sus referentes públicos viciados que representan más de lo mismo que hoy quieren cambiar.
A esta juventud desbordada de la energía necesaria para propiciar cambios, también le hace falta ilustrarse sobre el reconocimiento a los derechos del otro, principio básico de tolerancia.
También necesita aprender a conciliar para avanzar porque probado está que las posiciones retrógradas y radicales no conducen a ningún lado. Lo opuesto es el capricho de un adolescente que no sabe qué quiere.
Hay que aplaudir el interés de los jóvenes en lo público, pero hay que hacerles saber cómo funciona lo público. No fantasear sobre asuntos que no puede resolver en el corto plazo ninguna revolución por agresiva que sea. O dar por hecho absurdos como el que un alcalde o un Gobernador dan órdenes a la fuerza pública para disparar contra civiles en las calles.
Sin apagar esa llama, que es necesaria mantener viva y que representa una ciudadanía capaz de ejercer control sobre el Estado hay que educar en la coherencia.
No se puede defender la paz y salir a incendiarlo todo, a desahogar inconformismos con violencia irracional bajo el argumento que todas las revoluciones han sido violentas, hoy, dos siglos después.
No se puede contradecir el discurso defendiendo lo público y destruyendo los bienes que han sido pagados con el presupuesto de todos.
Pero especialmente no se puede reclamar reivindicación por el derecho a la vida cuando se pretende hacer distingos. Como si la vida de un representante del estado que también tiene familia, sueños y proyectos mereciera menos indignación que la de un ciudadano.
O cuando en nombre de la resistencia civil se ataca a la misión médica y se impide el traslado de pacientes al punto de provocar su muerte. Esto no es resistencia, esto es un crimen, un delito de lesa humanidad.
Ninguna causa por justa, debe pagarse con sangre ni asumirse de manera egoísta sin pensar un momento en el otro.
A esta nueva sangre de colombianos hay que recordarle la historia no vivida. El mundo no se reinició con ellos, hay que aprender de la historia para poder encontrar caminos donde todos quepamos y no repetir pasajes desafortunados como los de los años 40.
Por último, hay que conducir todo ese valor expresado en estallidos de ira para saber que con el mismo brío que se quiebra un vidrio, incendia un edificio o se saquea un almacén, expresiones difícilmente entendibles pero respetables en sus cosmovisiones, se deben asumir las consecuencias y cuando eso pase no pretender escabullirse de la responsabilidad asumiendo el papel de víctima, con la cobardía de quien tira la piedra y esconde la mano.
Leí que los jóvenes están cansados y desesperanzados. Quién no en medio de una pandemia, de cierres, de quiebras, de desempleo, de profundas grietas sociales. Un pequeño empresario que ve como el capital de toda su vida se disuelve como arena en las manos tiene razones de sobra para expresar su descontento, pero, aunque válida la protesta, jamás estará de acuerdo con que acelerar el caos y causarle perjuicios a otros nos devolverá la paz.
Este no es un llamado a la tibieza. Es un llamado a la sensatez.