Los Charry no son los únicos
Al margen del oportunismo con que el presidente Gustavo Petro pretendió vender su reforma laboral, viralizando el aberrante caso de maltrato de los hermanos Charry hacia sus trabajadores en Ibagué, tan condenable episodio merece un análisis compuesto desde todos los frentes.
Situaciones como esta, donde el empleador sobrepasa los límites de su poder, atentando contra los derechos de quienes prestan su fuerza de trabajo, son la punta del iceberg de lo que se calla dentro de muchas organizaciones.
Y es que quizás el principal cómplice de quienes se comportan como esclavistas con prácticas de cinco siglas atrás, es el miedo.
Con la firma de un contrato, el empleado pareciera renunciar automáticamente al derecho a discernir, opinar, mostrar su desacuerdo, incluso, en estos tiempos de agitación política, a elegir libremente, porque quien paga la nómina pretende imponer sus preferencias en defensa de sus intereses.
La máquina de chantaje funciona igual para públicos y privados, en un macabro juego donde se instrumentaliza la necesidad de la clase obrera.
Infunden miedo creyendo que así se gana respeto. Nada más equivocado.
Y aunque se han creado instrumentos legalescomo la ley 1016 del 2006 para tratar de combatir estos abusos deshumanizantes, tal y como ocurre con el arsenal de normas expedidas por el Congreso de Colombia, acaba siendo sólo un saludo a la bandera.
La figura de los comités de convivencia laboral no pasa de ser un formalismo con el que la mayoría cumple para evitar sanciones, sin embargo, en la práctica su funcionalidad es mínima.
Se eligen sin mayores despliegues o esfuerzos de publicidad, porque no conviene, y como la desinformación al respecto es la constante, aprovechan la apatía frente a la participación para ubicar en las posiciones que le corresponden a los trabajadores, figuras de orden directivo o fichas leales, afectos a los intereses de la empresa.
Entonces, las compañías se ufanan al presentar en sus informes, cero reportes de casos de acoso laboral elevados ante los comités de convivencia, cuando la realidad es que quien padece los maltratos en sus diferentes formas, desconoce incluso qué configura acoso y la existencia misma de esas instancias ante las que eventualmente puede acudir.
Otros, aunque tienen claridad sobre el procedimiento, prefieren callar, pues hace carrera el que la denuncia sea sinónimo de retalición, lo que aunado a la precarización de las condiciones laborales, con modalidades de contratación por meses y a término fijo, automáticamente se convierten en la segura justificación para cesar el vínculo laboral, sin complicaciones.
Y es que más allá de sentar precedentes, los comités de convencía son un mecanismo de conciliación, sin capacidades para imponer sanciones, pues las acciones disciplinarias contra los acosadores se ciñen a trámites administrativos y ni qué hablar de las demandas laborales, que, como reconoce el mismo Ministerio del Trabajo, toman años, en la más paquidérmica demostración de efectividad de la justicia.
Se requieren procesos más ágiles, castigos más ejemplarizantes, escenarios de real incidencia donde la voz del trabajador encuentre eco, donde se le conceda la comprensión y el sosiego que busca.
Mientras eso ocurre, los comités de convivencia laboral están llamados a ser ampliamente reconocidos.
Deben contar con la participación activa de todos, para asegurarse que los lugares de los empleados sean ocupados por quienes representen genuinamente sus intereses.
Y de manera especial, deben ser un canal para la prevención y la pedagogía, para entender que el acoso no necesariamente se circunscribe a una práctica sistemática, que no siempre tiene que ver con malas palabras o violencia física, que tampoco se da siempre desde un superior a un subordinado, sino incluso entre pares, y que también se manifiesta en otras formas como sobrecarga de tareas o cualquier acción que impida el cumplimiento de las obligaciones propias del cargo.
El asunto no debe tomarse a la ligera, porque la mirada integral no pasa sólo por el conflicto de oficina, enfrentarse a conductas demenciales y sociopatas como la de los hermanos Charry que cínicamente piden ahora ser vistos con compasión y humanidad van mucho más allá.
Comprometen la salud mental, la estabilidad emocional de quien sólo busca una oportunidad para llevar el sustento a su casa, con las repercusiones que de ello se derivan, en el largo plazo, como trastornos de estrés, ansiedad y depresión, altamente incapacitantes.
Con seguridad, entregar el conocimiento al trabajador sería en sí mismo un método de contención, para que el victimario se mida antes de siquiera atreverse a actuar, y destaparía una caja de pandora al interior de muchas organizaciones, donde la acumulación de prácticas traumáticas como las de la empresa de los Charry se han callado por años.