Imposición de aranceles: el susto económico que vivió el campo colombiano
Por unos días, Colombia entera se asomó al abismo. No fue un temblor ni una crisis financiera global, sino algo mucho más silencioso, pero igual de devastador, la amenaza de que Estados Unidos impusiera aranceles adicionales a las exportaciones colombianas. Para muchos citadinos esto pasó inadvertido, pero en los campos de Planadas, Pitalito, Anserma, Pijao, Belén de Umbría, Fresno, El Espinal o Cajamarca, la noticia se sintió como una sentencia de muerte económica. Fue una semana de pánico, de llamadas, rumores, y veladoras encendidas al Santísimo. Una semana en la que miles de productores, exportadores y trabajadores de las diferentes cadenas productivas vivieron con el alma en vilo, temiendo que una decisión política terminara destruyendo años de esfuerzo, inversión y confianza.
El origen de la tormenta fue la tensión diplomática entre el presidente Donald Trump y el presidente Gustavo Petro. La Casa Blanca amenazó con subir los aranceles a Colombia. Petro, fiel a su estilo, respondió con más retórica que diplomacia, calentando aún más el ambiente, intentando apagar el incendio con gasolina. Por momentos, la relación comercial más estratégica del país estuvo pendiendo de un hilo. Y mientras el gobierno nacional de manera irresponsable jugaba a una geopolítica ideológica, en el campo colombiano se respiraba miedo e incertidumbre.
En esta situación quedo algo muy claro, una cosa es Petro, y otra cosa es Colombia. Y en este caso, los aranceles no habrían castigado a un mandatario, sino a toda una nación que ha construido su sustento en torno a la exportación agrícola. De haberse materializado la medida, el golpe habría sido devastador. (No hay que cantar victoria, aun seguimos en una cuerda floja).
Los productores de café, el alma del país y motor de más de 550 000 familias, habrían visto desplomarse los precios internos. Las trilladoras y cooperativas del Tolima, Caldas, Risaralda y Huila habrían tenido que almacenar sacos sin comprador. Los tostadores de café especial, que exportan a cadenas premium en Nueva York o Seattle, habrían perdido contratos forjados durante décadas.
Pero el café no sería el único sacrificado. Los productores de lima Tahití y aguacate Hass, que han hecho del Tolima y del Eje Cafetero polos de crecimiento agroexportador, habrían visto cómo se evaporaban sus mercados en cuestión de días. Estados Unidos es su destino natural; sin ese acceso preferencial, sus productos simplemente no competirían frente a México, Perú o Chile. Igual suerte correrían los floricultores, los piscicultores que envían tilapia y trucha en cadena de frío, y los transportadores y empacadores que dependen de esas exportaciones para vivir. La cadena completa del campo a los puertos, de las plantas de empaque a los supermercados de Miami, habría colapsado como un dominó.
En departamentos agrícolas como Huila, Antioquia y Tolima, el impacto sería descomunal. No solo por su condición de primeros productores nacionales de café, sino porque en su territorio florecen apuestas productivas modernas que hoy apuntan al mercado estadounidense.
No quiero exagerar, pero el impacto sería tan profundo que no solo se perderían empleos rurales, sino también los ingresos tributarios regionales, el movimiento logístico y el comercio local. El golpe, además, llegaría en el peor momento, cuando Colombia apenas intenta consolidar su perfil exportador y atraer inversión al sector agroindustrial.
Afortunadamente, el anuncio no se concretó, pero el susto dejó una enseñanza que no puede ignorarse. Nuestra economía no puede seguir dependiendo de un solo socio comercial ni de la volatilidad política de Washington. Colombia necesita una estrategia más inteligente y menos reactiva, que combine diplomacia económica, diversificación de mercados y valor agregado.
Una enseñanza clara radica en que debemos aprender a exportar algo más que materia prima. Si el café colombiano se transforma en bebidas listas para tomar, en cápsulas, Shots o en productos de alto valor, los aranceles duelen menos. Si la lima Tahití se convierte en aceites esenciales, bebidas funcionales o productos cosméticos, el impacto se amortigua. El valor agregado es el mejor blindaje frente a la guerra arancelaria.
Esta semana de pánico económico debe servir como un campanazo de alerta nacional. La diplomacia no puede ser un campo de batalla ideológico; es un instrumento para proteger el trabajo de millones. No se trata de ser pro o anti-Petro, pro o anti-Trump, se trata de defender el café, las flores, la lima Tahití, el aguacate, la tilapia, y con ellos, la dignidad de quienes madrugan cada día a producir la riqueza del país.
Porque si algo quedó claro esta semana, es que las guerras comerciales no las ganan los gobiernos, en las guerras comerciales pierden los pueblos.