Un fallo que hiere a la justicia, no a Uribe

Han pasado 23 años desde que Álvaro Uribe Vélez fue elegido presidente de Colombia por primera vez. Desde entonces, su figura ha sido símbolo de liderazgo, carácter, y resistencia frente al terrorismo que en su momento tenía de rodillas a la institucionalidad. Hoy, ese mismo hombre ha sido condenado en un fallo que representa, más que justicia, una peligrosa instrumentalización del derecho con fines políticos.
No es fácil explicarle a un país que un expresidente, dos veces elegido en las urnas, y quien más votos ha recibido en la historia reciente del Congreso, puede ser condenado con base en pruebas indirectas, retractaciones contradictorias y grabaciones obtenidas irregularmente. No hay video, no hay audio, no hay testigo presencial. Solo hay sospechas, suposiciones, y una narrativa cuidadosamente construida para cumplir un objetivo político: destruir moralmente al mayor opositor del gobierno actual.
Este juicio, que muchos llaman “el caso del siglo”, debería llamarse con mayor rigor “el montaje del siglo”. Y no lo digo solo yo. Un grupo de 38 juristas, entre exmagistrados, penalistas y académicos, firmaron un pronunciamiento categórico: “No hay prueba alguna que justifique una condena contra Álvaro Uribe Vélez”. Si esto no es suficiente para generar duda razonable, ¿qué lo es?
Pero el fallo no solo es erróneo. Es peligroso. Porque establece un precedente en el que se violan garantías fundamentales, como la confidencialidad entre abogado y cliente, la presunción de inocencia, y el estándar mínimo de prueba para una condena penal. Aceptar grabaciones obtenidas de manera irregular, ignorar que las retractaciones fueron hechas por exparamilitares perseguidos durante el mismo gobierno Uribe, y desestimar pruebas adulteradas por considerarlas “no suficientemente cuestionadas”, es una afrenta al debido proceso y al Estado de derecho.
La juez que dictó sentencia pareció más una activista emocional que una operadora imparcial de justicia. Se refirió a testigos como si fuesen víctimas dignas de empatía y no sujetos procesales con versiones cuestionables. Habló con fervor de los demandantes, pero menospreció las pruebas de la defensa con frases como “no merece mayor análisis”. Una postura así sería grave en cualquier proceso, pero en uno contra un expresidente, es alarmante.
El caso tiene tantas irregularidades que incluso excríticos de Uribe, como Felipe Zuleta Lleras, han declarado públicamente su convicción de que el proceso es político y no jurídico. Y tienen razón. A Uribe lo están juzgando más por su historia política que por hechos jurídicamente demostrables. Este no es un juicio penal. Es una revancha ideológica.
A quienes celebran la condena, les pregunto: si a Uribe se le violaron garantías, ¿qué puede esperar el ciudadano de a pie? Si la justicia permite interceptar sin control a un abogado, ignorar pruebas adulteradas, y condenar sin certeza, ¿quién está realmente a salvo?
Mi solidaridad con Álvaro Uribe no es por simpatía política. Es porque creo en la ley, en el debido proceso y en el principio de inocencia. Este fallo, aunque pueda ser inane en la práctica, es indigno y doloroso en el plano ético. La historia sabrá reconocerlo. Y el país también.