Armero: El dolor que el lodo no sepultó
La catástrofe ocurrió la noche del 13 de noviembre de 1985. Armero, un municipio próspero y fértil, ubicado al norte del Tolima y habitado por una comunidad vibrante, comenzó a desmoronarse sin previo aviso. "A eso de las seis de la tarde empezó a llover, lo cual era normal en esa época", cuenta Fernando Lozano, sobreviviente de dicha tragedia. Sin embargo, al mezclarse las gotas con una fina arena, el ambiente se llenó de un presagio sombrío que anunciaba que algo estaba mal. Eran las once de la noche cuando el cielo oscuro dejó caer una lluvia que no era agua, sino una mezcla de cenizas y fango, siendo esté el primer aviso de una tragedia inminente.
Relata Rafael, que para la época de los hechos tenía apenas 15 años y aún recuerda cada detalle como si fuera ayer. Cuenta que había pasado el día en el Colegio Instituto Armero junto a sus amigos, pero esa noche, todo se tornó en caos. Con su madre y el resto de su familia; recuerda que salió de su vivienda y corrió hacia un sector conocido como la Loma de la Cruz, uno de los puntos más altos del pueblo. A su alrededor, el estruendo de la naturaleza desbordada y los gritos de quienes también intentaban escapar retumbaban en la oscuridad.
La mañana siguiente, Armero se encontraba en un silencio desgarrador que cubría lo poco que aún estaba en pie en aquella localidad. La nube de polvo y lodo, apenas dejaba ver el paisaje desolador. "Bajamos de la loma, y solo había lodo. No quedaba nada", rememora Fernando, mientras su voz se quiebra. “No se trata solo de edificios derrumbados, ni de una tierra cubierta por el barro. Lo que quedó allí fueron vidas perdidas, familias destrozadas, amigos que nunca volvieron”, subraya.
La magnitud de la tragedia fue tal, que cobró la vida de alrededor de 25.000 personas, algo que pudo ser evitado según lo expresa el protagonista de esta crónica. Al igual que otros sobrevivientes, habla de la desidia y la falta de acción de un gobierno que fue advertido por vulcanólogos y científicos extranjeros. "Nos dijeron que no pasaba nada, que al día siguiente todo estaría como siempre. Nos vendieron esa tranquilidad, y esa falsa calma les costó la vida a miles de armeritas", cuenta con amargura.
Después de 39 años de este lamentable desastre natural, hoy, Fernando Lozano vive en Ibagué y trabaja en una empresa de telecomunicaciones. Después de la tragedia, encontró refugio en la radio convirtiéndose en periodista y trabajando en medios como Ecos del Combeima, Radio Super, y Antena 2; aunque se ha dedicado a otros oficios el espíritu periodístico que creció en medio de la tragedia permanece intacto. "La vida me enseñó a no aferrarme a las cosas materiales, porque en un instante puedes perderlo todo", reflexiona.
Aunque el tiempo ha transcurrido, Rafael y miles de armeritas mantienen vivo el recuerdo de su tierra. "Armero vivirá hasta que el último armerita muera", se repite como un mantra, un grito de resistencia y homenaje a aquellos que no sobrevivieron. Armero no es solo un lugar perdido bajo el lodo; es una herida que, aunque nunca sanará, sigue latente en quienes vivieron aquella fatídica noche de noviembre.
Esos sobrevivientes, esparcidos por todo el país, son un testimonio vivo de la resiliencia y la memoria. Cada uno de ellos lleva consigo un fragmento de Armero, un fragmento de una tragedia que Colombia no puede, ni debe, olvidar.