“Santofimio no tuvo que ver con el asesinato de Luis Carlos Galan”
Conservo un recuerdo lejano de Alberto Santofimio Botero. Lo había visto no más de cuatro veces cerca de mi padre, cuando yo tenía seis años de edad y los dos estaban metidos de lleno en la arena política, y los discursos en la plaza pública, la vida social y los paseos iban de la mano.
La guerra, el exilio y el paso del tiempo harían aún más borrosa la imagen de Santofimio, y desde la distancia observaría que su futuro estaba más que enredado por cuenta de su relación con mi padre y su supuesta intervención en el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán en agosto de 1989. Por cuenta de ello la justicia colombiana lo condenó a una larga pena de prisión y la única salida que le queda es lograr algún pronunciamiento a su favor en tribunales internacionales.
Hace dos años escribí un extenso párrafo en mi primer libro en el que sostuve que no pretendía absolver, condenar o confrontar con nadie, pero me parecía difícil que mi padre le hubiese hecho caso a una sugerencia suya para asesinar a Galán. Y planteé dos razones para dudar de su culpabilidad: porque mi padre tomaba sus decisiones sin preguntarle a nadie y porque en la época del magnicidio calificaba a Santofimio como traidor porque había establecido alianzas con los capos del cartel de Cali, a sabiendas de que estos le habían declarado la guerra a mi padre con el atentado al edificio Mónaco, el 13 de enero de 1988.
De regreso por intervalos a Colombia a adelantar la investigación para este libro, a mediados de junio me encontré en Bogotá con un abogado, viejo defensor de mi padre y conocido de Santofimio, quien conocía apartes de su defensa, y comentamos el asunto.
De entrada puedo decir que leyendo la defensa que en su momento planteó Santofimio, siempre se esforzó en desligarse de mi padre y en demostrar que sostuvieron una relación de escaso año y medio en la que no se vieron más de una docena de veces. Para él las fechas son fundamentales porque le permiten demostrar que hacía rato se habían distanciado y por lo tanto era imposible que tuviese algún tipo de responsabilidad en el asesinato de Galán. Según el calendario, todo indica que tiene razón, pero la justicia no le creyó y por eso fue condenado en última instancia a purgar 24 años de prisión.
En la relación entre Santofimio y mi padre son muy importantes dos momentos de aquella época: el día que Santofimio lo conoció y la última vez que hablaron.
Santofimio y mi padre se vieron por primera vez durante una manifestación en Puerto Berrío, Antioquia, para impulsar la campaña presidencial de Alfonso López Michelsen en 1982. Mi padre ya era representante suplente a la Cámara y coincidieron en esa gira política.
La historia de cómo se alejaron es un poco más larga y guarda estrecha relación con el momento político que se vivía entonces.
La precandidatura presidencial de Santofimio fue derrotada en la Convención Liberal de Medellín y López Michelsen salió elegido candidato presidencial para su reelección. En esa convención mi padre no estuvo presente. Mucho se ha hablado sobre el supuesto ingreso de mi papá a la política a través de Santofimio, pero lo cierto es que se inició al lado de Jairo Ortega en el Movimiento de Renovación Liberal, MRL, organización que adhirió al Nuevo Liberalismo, movimiento de Luis Carlos Galán, para la elección al Congreso de 1982. Santofimio militaba en Alternativa Popular.
En efecto, contra la opinión de mi abuela Nora y de buena parte de mi familia materna, mi padre había aceptado que incluyeran su nombre en el segundo renglón de una lista que aspiraba llegar a la Cámara de Representantes por el MRL.
La campaña tomó impulso y mi padre convocó varias concentraciones públicas en las que hablaba de reivindicar a los más pobres, de luchar contra la pobreza, pero su discurso siempre derivaba en arengas contra la extradición a Estados Unidos y la exigencia de derogar el tratado suscrito por los dos países en 1979. Una de esas reuniones se desarrolló en el barrio La Paz, en Envigado, donde vivíamos, a la que asistieron mil personas; subido en el techo de un automóvil Mercedes Benz, mi padre hizo una emotiva proclama en la que dijo que conservaba un especial cariño por ese lugar y se comprometió a trabajar desde el Congreso por los pobres de Antioquia.
El dinero del narcotráfico le sirvió a mi padre para aceitar su candidatura y por ello creó Medellín sin Tugurios —una entidad que alcanzó a construir mil de las cinco mil viviendas gratis que proyectaba entregarles a las familias más pobres—, inauguró más de una veintena de canchas de fútbol en sectores deprimidos y sembró más de cien mil árboles en las montañas que rodean el Valle de Aburrá.
Aunque en ese momento no se conocían, desde distintos escenarios mi padre y Santofimio compartieron su discurso en contra de la extradición. Mi papá fue especialmente activo en esa cruzada y organizó numerosas reuniones en la discoteca Kevin’s de Medellín y en el restaurante La Rinconada del municipio de La Estrella. Esos encuentros fueron bautizados con el pomposo nombre de Foro Nacional de Extraditables. Fue tanto el impulso que tuvo el discurso de mi padre en torno a la extradición que logró convocar en Medellín a medio centenar de mafiosos de todo el país para convencerlos de luchar unidos contra la extradición. Allí fue donde apareció la presentadora de televisión Virginia Vallejo, quien fungió como moderadora de varios de esos debates y ello le permitió conocer a los mafiosos más importantes de Colombia. En ese momento Santofimio sostenía públicamente que la extradición parecía un instrumento extremo para juzgar a los colombianos en otras legislaciones, lejos de la patria y de su idioma, y consideraba que había culpables, pero también muchos inocentes.
No obstante, la campaña al Congreso habría de sufrir un revés en febrero de 1982, cuando en un discurso en la Plaza de Berrío en Medellín, Luis Carlos Galán rechazó la adhesión formal del Movimiento de Renovación Liberal al Nuevo Liberalismo con el argumento de que debían establecerse los antecedentes y el origen del dinero del hombre que aparecía como suplente en la lista de aspirantes a la Cámara. Es decir, se refería a mi padre.
Pero lejos de amilanarse, mi padre y Ortega encontraron otros respaldos políticos, incluido el aval del Partido Liberal y se lanzaron a conquistar a los electores; y no tuvieron mayores dificultades porque el 14 de marzo siguiente los dos salieron elegidos con una copiosa votación, principalmente en Medellín y el Valle de Aburrá.
Una vez cumplido el sueño de convertirse en congresista, mi padre participó activamente en algunas concentraciones convocadas por el candidato presidencial Alfonso López Michelsen, quien buscaba llegar por segunda vez a la jefatura del Estado.
En las escasas diez semanas de diferencia entre la elección de Congreso y de Presidente —convocadas para el 30 de mayo—, mi padre coincidió en varias correrías con el entonces senador Santofimio, con Jairo Ortega,
y con el también representante Ernesto Lucena, entre otros políticos. Es por eso que los tres aparecen en numerosas fotografías, que según la defensa de Santofimio han sido utilizadas para atarlo a mi padre.
Poca referencia se hace a las fechas de las fotos en las que aparecen juntos; por ejemplo, la foto de la Plaza de Toros de La Macarena fue en marzo de 1983, y en ese mismo evento se encontraban Jairo Ortega, como era natural, y asistieron Alberto Uribe, Fabio Ochoa y algunas reinas de distintos lugares del país; todo era a beneficio de Medellín Sin Tugurios; es que mi padre tenía relación con obispos, como los monseñores Alfonso López Trujillo y Darío Castrillón, así como con la clase política; otras fotos fueron tomadas en una gira política por el Magdalena Medio, que terminó con un almuerzo y luego con un paseo por Río Claro donde mi papá hizo la exhibición de sus nuevos aerobotes.
Si treinta años después se juntan todos los hechos y no se contextualizan, es comprensible que a muy pocos les queden dudas de que el jefe del cartel de Medellín y el controvertido político tolimense tuvieron una relación que nadie niega, aunque fue mucho más breve de lo que se dice.
Otro evento en el que confluyeron Santofimio y mi padre sucedió en octubre de 1982, cuando el Congreso de Colombia escogió una comitiva de representantes y senadores para asistir a la jornada electoral en la que Felipe González fue elegido nuevo jefe de gobierno de España.
Santofimio era Senador y fue enviado con Raimundo Emiliani Román y Víctor Cárdenas en representación de ese cuerpo legislativo. Mi papá fue en nombre de la Cámara de Representantes. Juntos viajaron a Madrid en vuelo comercial. A la celebración del triunfo de González en el lujoso hotel Palace de Madrid asistieron todos los congresistas invitados y allí fue tomada la famosa foto en la que aparecen Santofimio, mi papá y otros personajes. Luego fueron a otra recepción con el torero Pepe Dominguín y en otra más se encontraron con los periodistas Enrique Santos y Antonio Caballero.
Pero la vida política de mi padre habría de terminar más temprano que tarde por cuenta del agudo enfrentamiento que sostuvo con el ministro de Justicia, Rodrigo Lara, y por la inesperada y demoledora publicación en el diario El Espectador de una noticia que daba cuenta de la captura de mi padre y de otras cinco personas en 1977, en un caso relacionado con un cargamento de cocaína decomisado por agentes del DAS en la frontera con Ecuador.
Las acusaciones de Lara respecto de la aparición de los llamados ‘dineros calientes’ en la política, así como la confirmación de que mi padre era un narcotraficante, lo pusieron contra las cuerdas y no le dejaron otra opción que pensar en retirarse de la arena política. Pero antes era necesario que renunciara a la inmunidad parlamentaria, y si no lo hacía debía ser investigado por la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes.
Entonces Santofimio, en calidad de jefe del grupo parlamentario Alternativa Popular, al que habían adherido Jairo Ortega y mi padre ya elegidos como congresistas, se vio forzado a ir a Medellín a pedirle que abandonara su curul. Como Jairo Ortega había dejado entrar a mi padre a la Cámara, Santofimio no podía pasar de agache porque se trataba del suplente de un miembro principal de ese grupo.
Entonces Santofimio tomó la decisión de ir a Medellín a hablar con mi papá para pedirle que se retirara de la política y renunciara a la inmunidad parlamentaria para defenderse como ciudadano. Era septiembre de 1983. Llevaba un documento redactado, pero mi padre respondió que él escribía sus cosas y que no iba a permitir que nadie se las escribiera. Santofimio salió de allí sin conseguir la firma de mi padre y desde entonces no volvieron a tener relación alguna.
En su abierta intención de mostrar una distancia con mi padre, Santofimio ha sostenido que en aquella época fue engañado porque se lo presentaron como empresario
y líder social y no se sabía que tuviese antecedentes penales. En realidad, en ese momento mi padre no tenía enredos judiciales. Por el contrario, el hecho de estar al frente de Medellín Sin Tugurios, de desarrollar actividades de carácter social y de construir canchas deportivas, le garantizaban aceptación y protagonismo en la sociedad.
La defensa planteada por Santofimio, según he leído y lo conversé con el abogado con quien me encontré en Bogotá, se dio a la tarea de describir los encuentros y desencuentros con Rodrigo Lara Bonilla y con el jefe del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán Sarmiento. Explicó que fue amigo de juventud de Lara, que coincidieron en las juventudes del Movimiento Revolucionario Liberal y que asistieron a concentraciones políticas en el departamento del Huila, la tierra de Lara. Según ha indicado Santofimio, la cercanía política con Lara se deterioró porque este fue enemigo de la candidatura reeleccionista de López Michelsen y se abstuvo de asistir a la Convención Liberal en Medellín. Fue entonces cuando Galán lanzó su candidatura en Rionegro, acompañado por Lara.
Pero las cosas habrían de cambiar dramáticamente cuando Lara fue nombrado por el presidente Belisario Betancur como Ministro de Justicia. La confrontación con mi padre estaba planteada y cada uno jugó sus fichas: por un lado, el Ministro empezó a hablar de ‘dineros calientes’ en la política y la emprendió contra el representante Pablo Escobar. Por el otro lado, mi padre empezó a mover sus fichas para sacar del ruedo político al Ministro. Y lo hizo a su estilo, con una encerrona a través de los representantes Jairo Ortega y Ernesto Lucena, quienes promovieron un debate de la oposición al gobierno de Betancur al que asistieron el ministro de Gobierno, Alfonso Gómez Gómez y el procurador, Carlos Jiménez Gómez. En medio de la discusión, Ortega y Lucena dieron a conocer la existencia de un cheque de un millón de pesos entregado a Lara por el narcotraficante Evaristo Porras, aliado de mi padre.
El descuido de Lara de no percatarse que su campaña estaba siendo infiltrada por la mafia de mi padre, fue una carta que siempre jugó en su contra. Era claro que Lara había caído víctima de las trampas de mi papá.
Tras el escándalo, Lara debió emplearse a fondo para defenderse y por ello la emprendió contra mi padre; fue un periodo conflictivo en el que mi papá exigió la renuncia del Ministro y en respuesta este promovió en su contra acciones contundentes como el hallazgo del complejo coquero de Tranquilandia, el primer golpe certero contra el cartel de Medellín. El enfrentamiento terminaría con el asesinato del Ministro y significaría el comienzo de la guerra contra la mafia.
Frente a este episodio, Santofimio afirmó que el gobierno, el Estado y Galán dejaron solo a Lara, que lo abandonaron y lo lanzaron a un limbo moral y jurídico, investigado por el comité de ética del Nuevo Liberalismo, que nunca lo condenó ni lo absolvió por el famoso cheque. A Lara, sostuvo el político tolimense, lo mataron estando fuera del Nuevo Liberalismo porque había sido suspendido tras el escándalo del cheque.
En su intervención ante los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que lo enjuiciaban, Santofimio señaló: “Es perverso pretender que yo le hubiera podido dar un consejo a Pablo Escobar en relación con la muerte de Galán. Qué necesidad tenía Escobar de que alguien lo motivara; Galán y Lara asumieron una posición personal en ese enfrentamiento. Obviamente eso llevó a una radicalización de la violencia, al punto de que los discursos fueron respondidos a bala, porque los mafiosos sabían que estaban frente a una cosa de vida o muerte”.
Confieso que son muchas las razones que sometí a consideración a la hora de decidirme publicar este complejo capítulo, por las consecuencias e implicaciones que podría producir. Estoy acostumbrado a la crítica, la agradezco mientras sea constructiva y no le temo, pero debo decir que en mi libro anterior fui señalado de uribista por reve–
lar los dos atentados fallidos de mi padre contra Álvaro Uribe cuando era director de la Aerocivil. También fui acusado a la vez de santofimista por el párrafo en el que fijé mi posición sobre su condena.
No pretendo inmolarme y tampoco metería las manos en el fuego por político alguno, pues es sabida su escasez de valores. Pero estuve detenido en Argentina al lado de mi madre, acusados de delitos que jamás cometimos y después de siete eternos años de procesos judiciales fuimos absueltos por la Suprema Corte. La libertad es como el aire, pues no te das cuenta de que lo tienes hasta que te lo quitan. Es por eso que me atrevo a publicar esta historia, porque la justicia de Colombia debe dejar de preocuparse por dar una apariencia de eficacia y dedicarse a impartir justicia. Después de repasar los elementos de prueba a los que he tenido acceso, insisto en que existen motivos de fondo para asegurar que Santofimio no tuvo que ver en el asesinato de Luis Carlos Galán.
También es cierto que a la justicia de mi país jamás le interesó indagar a fondo acerca de las relaciones carnales de mi padre con la clase política. En Colombia escuchamos hablar de parapolítica y de farcpolítica, pero creo que pasará mucho tiempo hasta el día que alguien se atreva a abrir la pablopolítica.
En el pasado he sostenido que me criaron los delincuentes más peligrosos de Colombia y que ellos fueron mis niñeras. Pues bien, uno de esos hombres, muy cercano a mi padre, me comentó que estuvo al tanto de cómo se fraguó el homicidio del candidato presidencial y me confirmó que no vieron ni escucharon mencionar a Santofimio. Me dijo que a través de su abogado le ofrecieron doscientos millones de pesos para testificar contra él, pero cuando quise indagar más para saber quiénes podrían estar detrás, me respondió que se había negado a aceptar el dinero y me aconsejó: “deje eso así, que es muy peligroso”.
Las narco-series y mi padre
Es indiscutible el éxito mundial de las llamadas narco-series o narco-novelas que relatan historias sobre mi padre y muchos otros personajes del narcotráfico internacional. Hace tiempo las grandes casas productoras de cine y televisión detectaron la fascinación que despiertan las ejecutorias de esos criminales, pero no previeron que en torno a ellos se está creando una nueva cultura, alejada de todos los valores.
No me opongo a la proliferación de producciones sobre de mi padre, pero sí manifiesto mi inconformidad con aquellos que con el pretexto de mezclar fantasía con realidad han logrado construir un mensaje implícito que incita a la juventud a pensar que ser narco es muy cool. Pero no solo eso. También se hace creer que el dinero mal habido está rodeado de cierto encanto y por ello muchos incautos quieren repetir la historia de mi padre, porque ven a un hombre todopoderoso que nunca pierde, que nunca sufre ni la pasa mal. Lo que han logrado es reflejar experiencias contrarias a las que yo presencié, porque ese es un mundo en el que se sobrevive a sangre y fuego y pisoteando a muchas personas.
El impacto de las producciones relacionadas con mi padre es de tal dimensión que empecé a recibir mensajes de jóvenes de algunos países del continente africano como Kenia y Marruecos, o de otras latitudes como Filipinas, Rusia, Turquía, Afganistán, Irán y Palestina, pero también de países de América Latina como México, Guatemala, Perú, Argentina, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela, en los que esencialmente me decían: “Quiero ser narco como el de la serie”, “Ayúdame a ser narco”.
Por supuesto que a todos les aconsejé lo contrario y les dije que no vendía entradas a ese mundo oscuro. Y me preocupé más porque juraban saber todo sobre mi padre por haber visto Narcos, Pablo Escobar, el patrón del mal, El cartel de los sapos, Sin tetas no hay paraíso, La reina del sur, El señor de los cielos y un sinfín de películas con grandes estrellas como Benicio del Toro en la producción más absurda sobre mi padre llamada Escobar Paradise Lost.
No obstante que me he esforzado en mostrar que el camino recorrido por mi padre es justamente el contrario al que debemos tomar las personas de bien, lo que han logrado las narco-series es hacer ver a mi padre como una especie de nuevo ‘súper héroe’ de la historia reciente. La peligrosa mezcla de imágenes reales de la violencia de hace dos décadas y extractos de noticieros, les agregan a esos productos televisivos una supuesta dosis de credibilidad que terminan por hipnotizar a la juventud.
* * *
Con cierta antelación me contaron que el nuevo gigante de la industria del entretenimiento, Netflix, filmaría la primera temporada de una historia biográfica sobre mi padre, basada en hechos reales y con ciertas dosis de ficción. De inmediato le pedí a un amigo que vive en Estados Unidos comunicarse con directivos de esa compañía para ofrecerles la posibilidad de contar la mejor versión posible con nuestra colaboración, para enviarle un mensaje inequívoco a la sociedad de que esa era una historia digna de ser contada pero jamás imitada.
Tras un encuentro con algunos de los representantes de Netflix en Estados Unidos, en el que ofrecimos acceso irrestricto al extenso archivo familiar que retrata con claridad la vida de mi padre, recibimos una tajante respuesta: “No nos interesa, ya conocemos la historia, se la compramos a Javier Peña, agente de la DEA en la época de Escobar y él no está dispuesto a trabajar con la familia”. En otras palabras, Netflix parecía saber mucho más de Pablo Escobar que su viuda y sus hijos, y prefirió quedarse con la versión de un hombre que persiguió a mi padre pero jamás lo conoció. El episodio me produjo mucha desconfianza frente al contenido de la serie.
En septiembre de 2016 vi completa la segunda temporada, ahora titulada Narcos, pues quería saber qué me contarían de nuevo sobre nosotros. Al respecto y después de verla en detalle, encontré serias contradicciones y errores. Por ello sentí que era necesario escribir y publicar un ‘post’ en mi página de Facebook que titulé “Narcos 2 y sus 28 quimeras”. Hasta ese momento, mi página tenía escasos treinta mil ‘Me gusta’ y mis textos nunca superaban los cien mil lectores, pero todo cambió cuando oprimí el botón ‘Publicar’: una semana después, la nota había sido leída por más de un millón trescientas mil personas y los diarios de un gran número de países hicieron eco de mis críticas con titulares no exentos de dramatismo: “Hijo de Escobar ataca a Netflix”. Entre tanto, en redes sociales publiqué un mensaje que invitaba a la juventud a no creer en las ‘verdades’ que contaba la serie y a desconfiar del contenido. Parte del texto publicado es el siguiente:
“En nombre de mi país y en honor a la verdad real de los hechos acontecidos entre los años ochenta y noventa, me veo en la obligación de exponer los gravísimos errores de una serie que se autoproclama como veraz, cuando dista muchísimo de serlo, insultando así la historia de toda una nación y de muchísimas víctimas y familias:
Carlos Henao (q.e.p.d.) era mi tío materno y no narcotraficante, como lo pintan en la serie. De hecho era trabajador, honesto, noble y buen padre de familia. Muy amigo de mi madre. Era vendedor de biblias, de acrílicos y de trapeadores. Siempre hablaba de hacer la paz, no la guerra; hablaba de escapar, no de atacar a nadie. Carlos Henao no fue jamás narcotraficante ni vivió en Miami. Fue secuestrado y torturado junto a Francisco Toro, otro hombre inocente. En la serie lo ubicaron en otro tiempo y lugar, e hicieron parecer que su muerte fue producto de un enfrentamiento entre policías y narcos, cuando en realidad su muerte fue
una injusticia.
Mi padre no era hincha del Atlético Nacional, sino del Deportivo Independiente Medellín.
En la serie, a Dandenis Muñoz Mosquera, alias ‘la Quica’, lo sitúan en dos lugares al mismo tiempo: permanece al lado de mi padre, cuando en realidad había sido apresado en Nueva York el 24 de septiembre de 1991. Así que cuando mi padre se fugó de la cárcel de La Catedral —julio de 1992—, ‘La Quica’ llevaba diez meses detenido. En ese país fue condenado a diez cadenas perpetuas por su supuesta participación en el atentado contra un avión de Avianca en noviembre de 1989, en el que murieron 107 personas. El entonces fiscal general de Colombia, Gustavo de Greiff, envió cartas en las que solicitó su libertad porque según él era inocente. ‘La Quica’ podrá ser culpable de muchos crímenes, pero no del que fue condenado.
Sobre el escape de La Catedral, la serie muestra una intensa balacera, pero lo cierto es que no hubo un enfrentamiento tan grande allí; solo murió un guardián que se enfrentó a quienes entraban por la fuerza. Se muestra varios soldados que le permitieron huir, pero no fue así. La fuga estaba diseñada y preconcebida desde la construcción misma de la cárcel; mi padre ordenó dejar unos ladrillos sueltos en la cerca del perímetro y escapó cuando el gobierno le notificó que lo trasladarían a otro sitio de reclusión.
Álvaro de Jesús Agudelo, alias ‘Limón’, fue conductor de Roberto Escobar, ‘Osito’, hermano mayor de mi padre, por cerca de veinte años. No se trataba de un aparecido, ni fue reclutado al final de la historia de la familia, como lo muestra la producción. A ‘Limón’ lo conocí como chofer del camión que me subía a La Catedral a ver a mi padre.
Tampoco es cierto que los carteles de Medellín y Cali negociaron quedarse con los mercados de Miami y Nueva York como plazas exclusivas para traficar. No era necesario. El mercado era tan grande que no se requería regionalizar el negocio.
La CIA no les propuso a los hermanos Fidel y Carlos Castaño crear los ‘Pepes’, como aseguran en la producción. Fue en realidad Fidel Castaño quien lo decidió con la complicidad del cartel de Cali y las autoridades colombianas.
Mi madre jamás compró ni usó un arma. Ella siempre le decía a mi padre que nunca contara con ella para disparar armas. La serie muestra que mi madre tenía miedo y por eso compró supuestamente una pistola, pero eso nunca ocurrió en la vida real.
Mi padre no mató personalmente a ningún coronel Carrillo, como identifican en la serie al jefe del Bloque de Búsqueda. Sí ordenó muchos atentados contra la Policía de Colombia.
Quienes conocen a fondo la historia saben que mi padre se equivocó gravemente al ordenar la muerte de Gerardo, ‘Kiko’ Moncada y Fernando Galeano, sus socios y prestamistas. Estos dos crímenes serían determinantes en su caída y final. Ellos fueron secuestrados por el cartel de Cali y para que los liberaran prometieron entregar a mi padre y cortarle toda la ayuda económica. Mi padre y sus hombres descubrieron la traición, así como una caleta con cerca de 20 millones de dólares.
Al final de sus días, mi padre estaba solo. No tan rodeado de bandidos como lo muestran, pues casi todos, a excepción de alias ‘Angelito’ y ‘Chopo’, se habían entregado o estaban muertos. El ejército de delincuentes con los que aparece mi padre había dejado de existir porque ya había perdido todo su poder.
La serie nos muestra escondidos todo el tiempo en mansiones, pero en realidad muchas veces vivimos en tugurios con pisos de tierra y a veces sin agua ni luz. Esa manera de mostrar lo que sucedió envía el mensaje de que huir de mansión en mansión no significa sufrir en absoluto. Pero no fue así. En la época posterior a la fuga de La Catedral no hubo tales comodidades. Esas fueron lecciones de vida que me quedaron y me ayudaron a mantener una actitud de paz frente a la vida sin querer repetir la historia de mi padre.
La historia del tel ‘León’ de Miami no es como la muestran. No vivió en Estados Unidos y tampoco fue un traidor; por el contrario, fue un hombre fiel y valiente que cayó peleando la guerra en nombre de mi padre. Murió en Medellín luego de que lo secuestraran por orden de los hermanos Castaño.
En Narcos muestran a un Pablo Escobar que odia a los habitantes de Cali, pero lo cierto es que jamás amenazó a esa ciudad. Recuerdo que un día expidió un comunicado en el que aclaró que su esposa y parte de su familia eran oriundos de esa región y que por lo tanto no tenía nada en contra de los caleños y vallunos, sino contra algunas personas que vivían allí.
Ricardo Prisco Lopera, de la banda de ‘Los Priscos’, ya estaba muerto en el momento cronológico en que aparece en la serie. Tampoco fue médico, como mencionan en uno de los capítulos.
Mi papá no ordenó atacar a la hija de Gilberto Rodríguez en su boda, con una bomba. En plena guerra de los dos carteles, tanto mi padre como los capos de Cali cumplieron el pacto de no tocar las familias de uno y otro bando. Varios videos decomisados les hicieron pensar a los Rodríguez que mi padre se estaba preparando para golpearlos y ello fue determinante para la detonación de la bomba contra el edificio Mónaco en enero de 1988. La serie pretende forzar situaciones de violencia contra terceros que jamás tuvieron lugar porque mi padre no las ordenó.
Mi padre no nos obligó a quedarnos con él en la clandestinidad; él y mi madre siempre pensaron que lo mejor era que nos educáramos para tener oportunidades diferentes a las de ellos. Mi padre sabía bien que a su lado no tendríamos ningún futuro.
Narcos muestra que nosotros estuvimos en medio de muchas balaceras, pero en realidad fue solo una, la
de enero de 1987, cuando veníamos hacia Medellín desde la hacienda Nápoles y en el peaje de Cocorná mi padre, Carlos Lehder y tres escoltas se enfrentaron a tiros con agentes del DAS. La balacera fue intensa pero ninguno resultó herido. El episodio completo está contado en mi libro Pablo Escobar, mi padre.
Los guionistas sitúan en 1993 los ataques ordenados por mi padre contra drogas La Rebaja, cuando en realidad ocurrieron entre 1988 y 1989.
En la vida real me hubiese gustado disfrutar de la versión tan tierna de mi abuela paterna que pintan en la serie. Qué pena decepcionarlos, pero mi Abuela Hermilda y mi tío Roberto se aliaron con los ‘Pepes’ y colaboraron tan activamente con los enemigos de mi padre que por eso les permitieron seguir viviendo en Colombia.
Nuestro fallido viaje a Alemania en noviembre de 1993 está lleno de imprecisiones. Mi abuela paterna no viajó con nosotros a ninguna parte aquella vez, ni estaba escondida con nosotros. Al contrario, ella prefería visitar a su hijo mayor, Roberto, en la cárcel de Itagüí, que a Pablo en la clandestinidad. La única vez que nos visitó meses antes de la muerte de mi padre se le notaba el deseo de no estar con nosotros.
La Fiscalía de Colombia tampoco nos quería ayudar tanto como quieren mostrar; y el fiscal De Greiff participó de la encerrona que nos montaron para acorralar a mi padre, como sucedió finalmente. La realidad es que en Residencias Tequendama estábamos en condición de rehenes; éramos dos menores de edad y dos mujeres encerrados en una habitación de hotel. Narcos cubre con un manto de fantasía lo que sucedió y ello dista mucho de lo que en realidad se vio por televisión en aquella época.
En la serie muestran a una Virginia Vallejo tan enamorada que hasta rechazaba la plata de mi padre. Dos mentiras en una. Además, plantean que mi madre habló con la presentadora de televisión después de la fuga de mi padre de La Catedral. Lo cierto es que hacía casi una década que mi padre no tenía contacto con Virginia Vallejo porque él decía que ella también era amante de los jefes del cartel de Cali. Esta mujer nunca fue tan cercana a mi padre, solo una más en su larga lista de infidelidades.
A Residencias Tequendama mi padre no nos envió teléfonos móviles, y mucho menos con Virginia Vallejo. Está probado históricamente que él llamaba al conmutador del hotel, y yo le colgaba cada vez que lo hacía porque estaba violando sus propias reglas de seguridad; por eso él ya no quería hablar conmigo sino con mi madre y con mi hermana, pero se quedaba conversando más tiempo del prudente, a sabiendas de que sería rastreado.
Ninguna periodista fue asesinada frente al hotel donde nosotros nos encontrábamos. Eso lo inventó Narcos. El lugar vivía rodeado de periodistas, militares y policías, lo que hacía imposible que algo así pasara allí. Y para rematar, muestran a una Virginia Vallejo muerta, pero en realidad no lo está.
Mi padre no maltrató, insultó o humilló a sus padres y mucho menos a Abel, su papá. No existió una conversación en ese tono. Mi padre respetaba a los integrantes de su familia, muy a pesar de la violencia que ejercía de puertas para afuera.
Después de la muerte de mi padre, mi mamá fue citada a una cumbre en Cali a la que asistieron más de cuarenta grandes jefes mafiosos del momento. Quien en realidad nos salvó la vida a mi madre y a mí fue Miguel Rodríguez, no Gilberto, su hermano. Como se sabe, en esa reunión los capos nos despojaron de todos los bienes de mi padre a cambio de respetarnos la vida.
En uno de los capítulos, mi abuela le reclama a mi madre por traicionar a mi padre. Nada más errado porque en la vida real mi abuela paterna y sus hijos sostuvieron contactos secretos con el cartel de Cali. Esta traición familiar está ampliamente descrita en mi libro Pablo Escobar, mi padre, donde relato que mi abuela incluso llegó al extremo de negar ante un notario del municipio de La Estrella, el nombre y la existencia de su hijo Pablo Emilio Escobar Gaviria”.
Tomado de Kienyke (ver nota original)