Maíz: una deuda pendiente en nuestra producción

Hace algunos años escuché una frase que, en su momento, me pareció exagerada: "Quien controla el maíz, controla el mundo". Sin embargo, al analizar la realidad de la producción y el consumo de alimentos a nivel global, esta afirmación cobra una inquietante vigencia. Solo en Estados Unidos se consumen alrededor de 300 millones de toneladas de maíz al año, lo que equivale a más de 900 kilos por persona. Aunque esta cifra pueda parecer alarmante, es fundamental comprender que una gran parte de la proteína animal que ingerimos proviene de animales cuya alimentación depende, en su mayoría, del maíz. En otras palabras, este cereal no solo es la base de la dieta humana, sino un pilar esencial en la seguridad alimentaria mundial.
Sin embargo, cuando en nuestros países se habla de soberanía y seguridad alimentaria, los discursos políticos suelen enfocarse en soluciones a pequeña escala: huertas caseras, biofábricas de fertilizantes y la distribución de semillas como estrategias de autosuficiencia. Si bien estas iniciativas pueden resultar loables e incluso útiles para algunas familias, en muchos casos no dejan de ser paliativos con más valor simbólico que impacto real. En el fondo, seguimos ignorando la premisa que da título a esta columna: "Quien controla el maíz, controla el mundo".
Para garantizar una alimentación balanceada, es fundamental contar con fuentes accesibles de proteína. Actualmente, las opciones más económicas para los seres humanos son el huevo, el pollo, el cerdo y el pescado. Sin embargo, lo que muchas veces pasamos por alto es que la base de la alimentación de estas especies proviene, en gran medida, de los alimentos balanceados que consumen, cuya composición está dominada en un 60% a 70% por un ingrediente clave: el maíz. A esto se suman otros insumos esenciales como el sorgo y la soya, ambos cereales complementarios en la cadena productiva.
Ahora bien, aunque comprendemos la importancia del maíz para la soberanía y la seguridad alimentaria, Colombia sigue siendo alarmantemente ineficiente en su producción. Para alimentar a su población, el país requiere aproximadamente 6,6 millones de toneladas de maíz al año, pero apenas logra producir 1,3 millones de toneladas, es decir, cerca del 20% de la demanda total de la industria alimenticia. Más preocupante aún es que este déficit no deja de crecer: el consumo de maíz en Colombia aumenta a un ritmo del 6% anual, coincidiendo con el crecimiento del sector avícola, lo que acentúa nuestra dependencia de importaciones y compromete nuestra autonomía alimentaria.
Al inicio de su mandato, el presidente Gustavo Petro se refirió a la importancia del maíz y los desafíos que enfrentaba esta cadena productiva. Hoy, a un año y medio de concluir su gobierno, la realidad sigue siendo la misma: el sector maicero continúa estancado. Hablar de repartir semillas no mejoradas o convencionales como una solución es, en esencia, condenar al agricultor a la ineficiencia, pues sin semillas de alto rendimiento es imposible alcanzar márgenes mínimos de producción sostenibles. Así, todas las promesas de fortalecer esta cadena productiva han quedado en el aire, sin acciones concretas que transformen el panorama.
Mientras en países como Estados Unidos, México, Brasil o Argentina se utilizan semillas mejoradas que permiten cosechas de entre 20 y 30 toneladas por hectárea, en Colombia, incluso los productores más disciplinados apenas logran entre 6 y 9 toneladas por hectárea en el mejor de los casos. Esta diferencia es alarmante, más aún si se considera que el precio actual del maíz amarillo ronda los 1.300.000 pesos por tonelada, y el del maíz blanco, los 1.400.000 pesos por tonelada. Bajo estas condiciones, cualquier productor que no alcance al menos 6 toneladas por hectárea se enfrenta a pérdidas inevitables, lo que hace insostenible el negocio y desincentiva la siembra de este cereal clave para la alimentación del país.
Lejos de desmotivar a quienes trabajan en la producción de maíz, esta reflexión busca llamar la atención sobre una cadena productiva estratégica que Colombia no puede seguir ignorando. La seguridad y soberanía alimentaria del país no pueden depender únicamente de sectores como el café o las frutas, por más importantes que sean para la economía nacional. Es momento de reconocer la relevancia de la industria de los cereales y de fortalecer su producción. Un claro ejemplo de lo que está en juego es el conflicto en Ucrania: más allá de sus razones geopolíticas, la guerra ha tenido como telón de fondo el interés de Rusia por el control de algunas de las mejores tierras cerealistas del mundo. Y sus efectos no tardaron en sentirse en el mercado global: con el estallido del conflicto, el precio del huevo, el pollo, el pescado y el cerdo se disparó, encareciendo la canasta básica en todo el mundo.
Colombia necesita maíz. Y necesita políticas que impulsen su producción de manera realista y eficiente. La pregunta es: ¿seguiremos dependiendo de importaciones o asumiremos el reto de garantizar nuestra propia seguridad alimentaria?