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Alfonso Reyes Echandía: el hombre que suplicó un alto al fuego pero no fue escuchado

<p>Fue una manifestaci&oacute;n m&aacute;s de su inquebrantable fe en la primac&iacute;a de &quot;la fuerza de la raz&oacute;n&quot; sobre &quot;la raz&oacute;n de la fuerza&quot;.&nbsp;&nbsp;</p>
6 Nov 2015 - 10:54 COT por Ecos del Combeima

Es un día caluroso del mes de junio de 1945; un joven de tez blanca, baja estatura y contextura delgada, camina ansioso por las calles polvorientas de Chaparral. Había sido convocado, junto con otros jóvenes del pueblo, a la vieja casona de estilo colonial de la calle 9a entre carreras 7a y 8a, que había sido construida y habitada varios lustros atrás por Domingo Echandía y su familia. 

La invitación había sido escueta, a través de su madre, quien le había dicho simplemente que por fin sería realidad la construcción de un colegio de bachillerato en el pueblo. La perspectiva de poder continuar sus estudios lo animaba, tenía 13 años y llevaba seis meses sin asistir a clases después de haber cursado con éxito el último grado de primaria que ofrecía el Instituto Moderno creado por el profesor pastuso Julio Ordóñez Coronel pocos años atrás. 

Hacía poco más de tres años que su padre había muerto, cuando ejercía, sin ser abogado, el cargo de juez de rentas del municipio. Aún lo recuerda, alto, muy serio, siempre elegante; proyectaba respeto y serenidad con sus anteojos redondos siempre bien puestos. Tal vez por ello el pueblo había recibido con beneplácito su nombramiento como alcalde algunos años atrás. 

El joven no entendía, sin embargo, por qué no llevaba el apellido de su padre, sino el de su madre, y se inquietaba cuando algunos chicos mayores susurraban a su paso la expresión “hijo natural”, con la que coloquialmente se señalaba a aquellos que don Andrés Bello definiera en su Código Civil como "hijos de dañado y punible ayuntamiento". 

Había vivido siempre con su madre y sus nueve hermanos, y sabía en dónde habitaba su padre con su esposa y sus otros nueve hijos. Admiraba a su progenitor y deseaba, algún día, no solo ocupar un cargo en la judicatura como él, sino ser “abogado titulado” y llegar a formar parte de la sala penal del más alto tribunal de justicia del país. Por eso, la perspectiva de poder seguir sus estudios de bachillerato lo animaba; pensando en esto, el joven aceleró el paso para no llegar tarde a la convocatoria. 

Al doblar la esquina para tomar la carrera 7a se encontró con Jaime; “Hola Peralta”, lo saludó; ¿cómo está “pulguita”?, fue su respuesta. Se conocieron cuando a los ocho años entraron a estudiar 2o de primaria en la escuela pública y se habían hecho muy buenos amigos rápidamente. Los unía el fervor por el estudio, su condición humilde y un impulso poco común en niños de su edad por ser los mejores en el colegio. 

Esta sana rivalidad, alternando los primeros puestos, habría de continuar por el resto de los años en que compartieron aulas de clase. El profesor Ordóñez Coronel la había notado cuando los recibió en su Instituto Moderno para hacer 3o, 4o y 5o de primaria pero decidió apoyarlos por igual. Sin embargo, al percibir en el joven Alfonso una innata habilidad por la declamación, aprovechó sus clases de oratoria para inculcarle su pasión personal por la poesía no solo facilitándole libros, sino también guiándolo en la utilización del pausado movimiento de sus manos y en la cadenciosa variación del timbre de su voz como formas de imprimir mayor fuerza a sus palabras. 

Desde entonces, el joven Alfonso siempre estuvo presente en todas las celebraciones del Instituto, declamando poemas que aprendía de memoria con asombrosa rapidez. 

Camino a la convocatoria los dos jóvenes comentaban sobre la creación del nuevo colegio. Recordaron la promesa que en ese sentido había hecho a todo el pueblo, en la plaza mayor, el propio presidente de la república un año y medio atrás. 

En efecto, a finales de 1943, pocas semanas después de haber asumido la presidencia como designado por el intempestivo viaje a los Estados Unidos del presidente Alfonso López Pumarejo —quien había decidido acompañar a su esposa al tratamiento de una penosa enfermedad— Darío Echandía despachó durante una semana, como presidente encargado, en su pueblo natal. 

Los jóvenes recordaron el tumulto, las celebraciones, los discursos improvisados y el orgullo generalizado que se respiraba en el pueblo por la llegada de su eximio coterráneo. Exactamente cuatro lustros después, en un discurso que Alfonso Reyes pronunciaría ante las directivas del colegio que hoy iba camino a fundar, se preguntaría por qué “en un pueblo poco menos que aislado del resto del país; con una clase social de mayoritario ancestro campesino; nulos o muy precarios servicios públicos de alcantarillado, luz y agua; con una educación limitada a las escuelas públicas; y un paisaje preñado de nostalgia y quietud que invitaba a la molicie o al quehacer descomplicado y simple”, habían surgido figuras tan descollantes en el acontecer nacional. “Todo esto”, diría entonces, “conduciría a pensar en un pueblo condenado a la mediocridad; y, sin embargo, allí estaban para desvirtuarlo –entre otros– JOSÉ MARIA MELO, ese quijote que recorriera la América brindando libertad con la punta de su espada guerrera y que murió en olor de rebeldía; MANUEL MURILLO TORO, visionario sagaz en períodos de confusión ideológica y estadista pulquérrimo; ANTONIO ROCHA, armoniosa simbiosis de erudición, honestidad, elegancia y simplicidad; y DARIO ECHANDIA, extraña síntesis dialéctica de Tomás de Aquino y Carlos Marx para asombro de un pueblo que lo admiraba y respetaba aunque no siempre penetrara en el fondo de sus frases sibilinas”.

 Así se referiría Alfonso Reyes a su primo Darío, a quien había visto y escuchado estupefacto a los once años de edad en el parque Murillo Toro mientras prometía la creación de un establecimiento de segunda enseñanza para varones. Pues bien, el 29 de Diciembre de 1943, mediante la ley 82 rubricada por Darío Echandía como presidente de la república y Antonio Rocha como ministro de educación, se le daba vida jurídica a la promesa del colegio de bachillerato. 

Pero ¿cómo surgían de un pueblo olvidado como éste un grupo de hombres insignes del cual Alfonso Reyes llegaría a ser parte? Según lo manifestó durante la celebración de los 40 años del Murillo Toro, ello pudo deberse a que en su infancia se les repetía una y otra vez a los jóvenes de entonces, en la casa, en la escuela y en corrillos de mayores, la grandeza de aquellos hombres que habían hecho o estaban haciendo honor a su terruño, y se les instaba a imitarlos; aquellos chicos escuchaban perplejos tales relatos y admoniciones, jugaban con sus amigos a ser como aquellos y así, tal vez, fue penetrando en sus conciencias ese recóndito deseo de superación que los empujó hacia adelante, en procura de la meta ambicionada. 

Jaime, ¿por qué tantos hombres famosos habrán salido de un pueblo como éste? le preguntó el joven Alfonso a su amigo, justo antes de entrar a la casona en donde empezaría a funcionar el Murillo Toro; pues muy simple, Alfonsito, le contestó Jaime muy seguro de sí, porque todos se bañaron en las aguas del “Chocho”. 

Sentados uno al lado del otro, en medio de una treintena de jóvenes más, escuchan al rector, don Carlos Garzón Thomas cuando, mientras camina elegantemente de un extremo al otro del salón, les explica el funcionamiento del colegio. Tendrá, por ahora, hasta cuarto de bachillerato; pero será único en el país al combinar en amable amalgama la enseñanza de la ciencia y las artes. 

Más tarde hacen un recorrido por las instalaciones y el joven Alfonso se asombra de la gran cantidad de recursos que han llegado desde la capital. Hay barras paralelas, anillos, plataformas de salto, jabalinas, garrochas, guantes de boxeo, balones para fútbol y basquetbol, raquetas y otros implementos deportivos nunca antes vistos en el pueblo. El profesor José Ignacio Aguirre será el encargado de enseñar gimnasia sueca, disciplina deportiva a la que el joven Alfonso se dedicará con inusual disciplina y que seis años después enseñará en un colegio de Anolaima al que el destino lo llevará.

Allí organizará revistas de gimnasia en las celebraciones del pueblo y tendrá más de una admiradora, entre ellas a Sirenia, con quien después se casará. Deporte y estudio serán dos actividades de la triada que será fundamental en su formación y desarrollo vital posterior. Mientras aquellas responden al conocido dictum Griego de “mente sana en cuerpo sano”, la tercera será el arte manual y en particular la ebanistería, el arte de darle forma a la madera. 

El Murillo Toro tendrá tres talleres muy bien dotados por la generosidad del gobierno central: uno de sastrería, otro de mecánica y el de carpintería. El joven Alfonso ingresará a este último con su amigo Jaime y allí, durante cuatro años, aprenderá el paciente, metódico y equilibrado oficio de moldear con sus manos, y las herramientas adecuadas, bloques de madera que, sólidamente conectados, darán vida a las obras que imaginará. Es el paso del artesano al técnico artesanal, una transición que metafóricamente podría explicar el trabajo de Alfonso Reyes como jurista muchos años después cuando se definiría a sí mismo como “un artesano del derecho”. En efecto, en su trabajo como jurista lideraría el paso del derecho penal artesanal, fundado en la proliferación de fórmulas aisladas para resolver problemas concretos, al desarrollo de unos principios articuladores que conformarían un verdadero sistema penal. 

Los bloques constitutivos de esta obra serían cada uno de los elementos de la teoría del delito, a saber, la tipicidad, la antijuridicidad, la imputabilidad, la culpabilidad y la punibilidad. Entre los profesores venidos de varias regiones del país a conformar la planta del Murillo Toro el joven Alfonso se encuentra, nuevamente, con el profesor Ordóñez Coronel; se alegra de verlo y el experimentado profesor no puede ocultar su propia alegría al encontrarse nuevamente con su singular discípulo; similar emoción experimentaría el viejo profesor muchos años después cuando, al responder al llamado de su puerta, encontraría a Alfonso Reyes, entonces viceministro de justicia, quien pese a las ocupaciones propias de su cargo, había decidido realizar, en compañía de su amigo Jaime y de dos de sus hijos, un viaje de más de cinco horas por tierra al enterarse de que su viejo profesor de oratoria se encontraba enfermo. Este tipo de actos de amor fraternal no fueron escasos en la vida de Alfonso Reyes; para él la amistad, como lo afirmaría en una ocasión, es una “relación sin hipotecas” y siempre actuaría en consecuencia con sus amigos. 

Es una pena que varios de ellos, habiéndose proclamado como tales, no valoraran de igual forma este vínculo en los aciagos momentos de su muerte.

Termina la reunión de convocatoria; los dos amigos salen muy animados porque la semana siguiente iniciarán clases. Les han informado que, según el artículo 4o de la ley que creó el Murillo Toro, se dispone de veinte becas para alumnos internos, destinadas a jóvenes comprobadamente pobres y capaces de aprovecharlas. El joven Alfonso está feliz porque le han otorgado, junto con su amigo Jaime, una de estas becas. Durante los siguientes cuatro años vivirá interno en el colegio, tomando clases de 7:00 a 12:00 del día y asistiendo al taller de carpintería de 2:00 a 6:00 de la tarde. Los viernes en la noche siempre lo verán sus hermanos y amigos llegar a casa con un libro en su mano y otro bajo el brazo; saldrán corriendo, espantados por su madre, quien no desea que perturben la lectura de Alfonso. 

Pasará muchos de esos fines de semana leyendo libros de literatura prestados de la biblioteca del colegio. Libros que despertarán sus sueños, sueños que soñará “bajo las ceibas añejas de ‘El Castañal’, sobre los pajonales del ‘Cuira’ apacible o en las tiernas aguas de ‘Los Algodones’, mientras contempla a su madre amorosamente doblada sobre la ropa familiar, lavandera doméstica en coloquio elemental con el arroyo amigo”; estas serán las palabras exactas que utilizará Alfonso Reyes cuatro lustros después cuando estos sueños, tornados en realidad, llevarían a las autoridades de su pueblo a ofrecerle un sentido homenaje por haber llegado al más alto cargo de la judicatura, como presidente de la Suprema Corte de Justicia. 

De regreso a casa, el joven Alfonso se encuentra con otro de sus queridos amigos de infancia, quien también había asistido a la convocatoria del Murillo Toro. Conversa animado con el, sin saber que pocos años después, una mañana, al salir de su casa, tropezaría con su cadáver. Eran los albores de una prolongada vorágine de violencia cuyos orígenes recordaría Alfonso Reyes mucho tiempo después con estas palabras: “a la una de la tarde del 9 de Abril de 1948 se abriría una tronera en la historia de Colombia por la que iría penetrando desgarradoramente el leviatán de la violencia fratricida. Las palabras liberal y conservador”, afirmaría entonces Alfonso Reyes, “que para aquellos jóvenes no eran más que nombres insinuadores de un romanticismo político a cuyo interior no se les había ocurrido penetrar, pasarían a convertirse en las veredas campesinas y en las calles noctámbulas del pueblo, en sentencia de vida o muerte según el odio banderizo de quien las escuchaba; igual simbología trágica emanaría de los colores rojo y azul”. ¿Por qué tanta violencia, cuáles son los factores que la generan, cómo se reproduce? serían algunos de los interrogantes que acompañarían a Alfonso Reyes a lo largo de su vida personal y profesional. 

Por eso no resulta sorprendente que, diez años después del asesinato de su amigo en las calles de Chaparral, escogiera el tema de la violencia como objeto de su tesis para optar al título de abogado en la facultad de derecho del Externado de Colombia. Allí plantearía, en armoniosa conjugación de conceptos penales y criminológicos, la posibilidad de englobar las conductas de los nacientes grupos guerrilleros bajo la figura de la legítima defensa colectiva ejercida por grupos sociales que venían siendo objeto de una clara e injusta agresión física, económica y política. Como homenaje a la inteligencia y honestidad de su primo Darío Echandía, le designó entonces como presidente de tesis, en un acto de humildad y generosa admiración que, sin embargo, no fue suficiente para persuadir a su encumbrado familiar de que le acompañara en la ceremonia de concesión del título o le honrara siquiera con el gesto de estampar su firma en el acta de grado que confería a su ilegítimo pariente el título de doctor en derecho. 

Varios lustros después, cuando fue designado como magistrado de la sala penal de la Corte Suprema de Justicia, la injusticia social y la violencia seguían siendo parte importante de sus preocupaciones ¿Por qué cuando la violencia proviene de la clase dominada es subversiva y se transforma en orden cuando emerge de la estructura dominante?, se preguntaría cuando, después de varios años en los que su nombre se mencionaba como posible candidato a magistrado del más alto tribunal de justicia, uno de los integrantes de la Sala Penal dijo a sus colegas que la Corte no podía darse el lujo de no contar entre sus miembros a Alfonso Reyes, lo cual condujo a su designación, Elucubrando alrededor de estos interrogantes, ensayaba Alfonso Reyes algunas respuestas. “¿Será, tal vez”, se preguntaría a sí mismo, “porque cuando el Estado es incapaz de superar con justicia las contradicciones sociales, apela a la violencia para acallar la angustiada protesta que ellas generan?”. 

Nueve años antes de ver realizado su sueño de ser magistrado de la Corte Suprema, durante la celebración de las bodas de plata del Murillo Toro en Chaparral, habría de enumerar ante los asombrados bachilleres de entonces algunas de estas contradicciones con las siguientes palabras: “La agroindustria produce hoy más alimentos que en cualquier otro periodo de la historia y, no obstante, niños y adultos mueren por millones víctimas del hambre; mientras las grandes potencias gastan sumas increíbles en la pretenciosa conquista del espacio exterior y de sus mundos e inventan para ello las más sofisticadas máquinas, vastas regiones del planeta viven aún como en la edad de piedra; la construcción de vehículos automotores ha llegado hoy a cifras astronómicas, precisamente cuando se anuncia el agotamiento universal del combustible que los mueve; las ciencias biomédicas están ahora en capacidad de garantizar la vida humana desde su fase intrauterina hasta límites cada vez más amplios, a tiempo que la física y la electrónica han puesto a disposición de cualquier político demente y poderoso un arma capaz de borrar de la tierra todo asomo de vida; la misma ciencia que ha inventado la forma de contrarrestar exitosamente casi todas las enfermedades, está polucionando el aire que respiramos y envenenando el agua que nos nutre”. 

Frente al desamparado cadáver de quien hasta unas horas antes había sido su amigo de infancia, Alfonso Reyes se enfrentó a una de las decisiones más importantes de su vida; permanecer en su pueblo natal azotado por la violencia y sin posibilidad de terminar el bachillerato ante la inexistencia de los dos últimos grados en el Murillo Toro, o intentar realizar sus sueños fuera de lo que hasta entonces era todo su mundo; así, una calurosa mañana de 1949, decidido a construir su propio futuro, abandonó el valle de los Chaparrales rumbo al Instituto General Santander de Honda, donde como interno cursó quinto de bachillerato. 

Su director de grupo escribió en el registro de clase de ese año una frase que reflejaba su temple: “Por la manera un tanto desobligante como recibe algunas órdenes, obtuvo el 4,5 en su conducta”; y es que el joven Alfonso era ya particularmente sensible a la arbitrariedad y la injusticia, como lo puso de manifiesto al año siguiente cuando en su nuevo colegio encabezó una huelga reclamando mejores condiciones en la educación, petición que —aunque apoyada por el rector— fue desestimada por el gobierno mediante la expulsión de todos los integrantes y partidarios del movimiento estudiantil. 

Acallada de esta forma su voz de protesta, regresó a Chaparral para trabajar en el taller de ebanistería de don Norberto Jara. Allí permaneció unos cuantos meses hasta que tomó la decisión de marchar a Bogotá, confiando en las posibilidades que para su anhelada formación pudiera ofrecerle la gran capital. 

Dispuesto a costearse sus estudios por si mismo, deambuló en busca de trabajo hasta ser contratado como ayudante de albañilería en las obras de remodelación del estadio de fútbol de Bogotá. Esa tarde, satisfecho con la posibilidad de poder comenzar a trabajar a la mañana siguiente, dio un largo paseo por el centro de la ciudad, donde casualmente se encontró con Antonio Cardona Londoño, el antiguo rector del colegio de Honda que semanas antes lo había secundado en las protestas estudiantiles, quien le preguntó si estaría interesado en trabajar como profesor de una escuela en una población cercana a Bogotá. 

Como esa era una actividad más cercana a sus ideales, aceptó enseguida y esa misma noche se encaminó hacia Anolaima, en donde además de encontrar trabajo conoció a quien habría de ser la compañera de toda la vida y la madre de sus hijos. Alfonso Reyes siempre recordó con especial gratitud este afortunado encuentro, al punto que la noche del 5 de noviembre de 1985 terminó un hermoso discurso que al día siguiente pensaba leer en un acto organizado en honor a su antiguo rector y, quebrantando su costumbre de no salir de su casa sino los martes y jueves, ese miércoles se encaminó temprano hacia el centro de la ciudad para cumplir su compromiso, sin saber que ese mismo 6 de noviembre se enfrentaría, por vez postrera, a sus principales motivos de preocupación: la violencia y la injusticia. 

Pero volvamos al Chaparral de 1945. Su amigo le pone la mano en el hombro y repite la pregunta; pareciera que por un instante el joven Alfonso hubiese estado lejos de allí, absorto en sus pensamientos. Le pregunta si conocía al profesor bajito y un poco rollizo que se encontraba en el acto donde se anunció la creación del Murillo Toro al lado del profesor Ordóñez Coronel; sí, lo recuerda, le dijeron que se llamaba Alonso Urbano Leyton, aunque todos le conocían como “Mangajo”. Recuerda, además, que le había impresionado su talante, el mismo que muchos años después le motivaría a decir de él que era “tan bueno como el pan casero”. Aún no se había relacionado con el singular profesor y no podía saber que un lustro después, luego de haber trabajado como profesor de literatura y gimnasia sueca en el Colegio Carlos Giraldo de Anolaima y sin terminar aún su bachillerato, volvería a Bogotá donde casualmente se lo encontraría de nuevo. El profesor Urbano Leyton trabajaba entonces en un colegio de San Gil y le propuso radicarse allí hasta terminar sus estudios secundarios. Alfonso Reyes pidió algún dinero prestado y viajó al año siguiente, dejando atrás a Sirenia, su novia, con quien mantendría una correspondencia permanente durante los siguientes dos años. 

En el colegio San José de Guanentá impartió clases de literatura en los cursos de primaria y dirigió la revista “Auras del Fonce”, órgano de difusión del colegio, mientras simultáneamente terminó con éxito sus estudios de bachillerato. 

Disfrutó enormemente esos años; el clima, el paisaje y la gente le recordaron a su pueblo a tal punto que, años después, se refirió en uno de sus escritos a la similitud entre el porte altivo y guerrero de los Pijaos frente al invasor español, y el movimiento de rebeldía galanista que siglos después surgió en tierras santandereanas contra la corona española. Allí, en San Gil, conoció al alcalde militar del pueblo, con quien construyó una entrañable amistad a lo largo de toda su vida, que le llevó incluso a vincularlo como profesor universitario en su alma mater. Alfonso Reyes cimentó esa amistad, como todas las suyas, en la honestidad como valor primordial. Desafortunadamente, su nuevo amigo, el entonces novel oficial Delgado Mallarino, a quien sus alumnos del Externado solían referirse cariñosamente como “el general mentiritas” capituló ante este preciado valor de la amistad dos décadas después cuando, al frente de la Dirección General de la Policía Nacional, desconoció una recomendación del consejo de ministros y ordenó a sus hombres el asalto definitivo al cuarto piso del Palacio de Justicia, no sin antes poner en duda que fuera Alfonso Reyes quien desde el otro lado del teléfono le pedía dar la orden de cese al fuego para preservar la vida de los rehenes y buscar una solución negociada con el grupo de asaltantes. 

En ese violento intercambio de disparos, un proyectil proveniente de las armas empuñadas por los agentes del orden atravesó su pecho; mientras cruzaba las manos sobre la herida que laceraba su cuerpo, intentaba comprender por qué su amigo Jaime Castro, ministro de gobierno; su compañero de juventud Víctor Alberto Delgado, director general de la Policía Nacional; y su discípulo Miguel Maza, director general del D.A.S., no hacían nada por detener la irreflexiva acometida violenta de la fuerza pública, en un incomprensible afán por rescatar un edificio que, en medio del atronador estruendo de las armas, llegó a ser considerado por algún despistado como la encarnación de la democracia. 

Estos últimos acontecimientos debieron llevar a Alfonso Reyes a enfrentar la muerte con la perplejidad propia de todas las víctimas de la injusticia. En San Gil el joven Alfonso Reyes tomó la decisión de estudiar en el Externado de Derecho; al poco tiempo de haber obtenido su título, el recién graduado se enteró de que su antiguo profesor, Urbano Leyton, se encontraba detenido en una cárcel cercana a este municipio Santandereano y emprendió viaje por tierra con uno de sus hermanos, para socorrer a quien le había ayudado a encontrar el rumbo de su destino. 

Fue uno de los pocos asuntos que atendió como abogado en su vida profesional, como aquel otro cuando hubo de llevar un divorcio ante los juzgados civiles de Bogotá, porque el pediatra de sus hijos se negaba a confiarle su disolución matrimonial a alguien que no fuera él; o como cuando representó a su coterráneo Rafael Caicedo Espinosa en un proceso por contrabando técnico; o como aquel otro día, cuando al enterarse de que algunos de sus ocasionales detractores se referían a él como “ratón de biblioteca” para evidenciar su escasa experiencia como litigante, asumió la complicada defensa de un campesino acusado de homicidio y, ante la perplejidad de un fiscal que se había preparado magistralmente para combatir las elucubraciones dogmáticas de Reyes, consiguió la absolución del procesado con un impecable manejo de la prueba ante el jurado de conciencia, sin aludir a uno solo de los conceptos dogmáticos que con tanta desenvoltura solía manejar en sus clases y escritos. 

Pero volvamos al Chaparral de su infancia; Alfonso marcha apresuradamente a su casa; Jaime y su otro amigo han quedado atrás. Además del rostro del profesor Urbano Leyton no recuerda a nadie más en la convocatoria; solo sabe que debe darse prisa, pues lo anima y asusta un poco el encargo que le han hecho; tendrá que declamar en la ceremonia de inauguración formal del colegio. 

Al llegar a su casa se dedica de inmediato a preparar el poema; y continuará haciéndolo durante los siguientes días con esa disciplina que siempre le impondría a sus proyectos y que diez años después impresionaría a sus profesores y compañeros de primer año de derecho en el Externado de Colombia. Allí, con Teodosio Varela, su entrañable amigo de la época, hijo del legendario guerrillero Juan de la Cruz Varela y quien sería padrino de uno de sus hijos, dedicó largas horas a la lectura y al estudio del derecho penal en el pequeño cuarto que compartiría con él en la vieja casona de la calle 24 donde modestamente funcionó durante varios años el Externado. 

Alfonso Reyes se aferró a esa disciplina de estudio con tal resolución, que cuando decidió proponerle matrimonio a Sirenia la trajo a Bogotá, se casó en la iglesia del Voto Nacional y minutos después de obtener la bendición nupcial, la dejó en compañía de sus hermanos y corrió al Externado a presentar un examen final. Obtendría la máxima nota en ese examen, como lo había hecho durante el año anterior en todas las materias que cursó, y como lo haría durante los cuatro años siguientes de su carrera. 

Este inusitado record de cinco en todas las asignaturas de la carrera fue el reflejo de una característica particular de la personalidad de Alfonso Reyes; en efecto, a diferencia de las ingenierías y demás ciencias naturales en donde la respuesta a los problemas suele ser única, las problemáticas que enfrenta el derecho admiten diversas soluciones; esto hace que el peso para evaluar la validez de éstas respuestas recaiga principalmente en la fuerza de la argumentación. 

Dos décadas después de obtener su grado, recién nombrado magistrado, su singular capacidad argumentativa le permitió convencer uno a uno a los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de revisar su tozuda posición favorable al juzgamiento de civiles por parte de tribunales militares; empezó planteando un salvamento de voto que nadie más respaldó pero que, casi un lustro después, llegó a convertirse en el criterio oficial de la Corte en pleno. 

Para sufragar sus estudios y mantener a su naciente familia, Alfonso Reyes trabajó, mientras estudiaba en el Externado, en una gran variedad de cargos: fue “asesor técnico de los alcohómetros que funcionaban en los juzgados permanentes de Bogotá”, es decir, manejó los comúnmente llamados borrachímetros; también trabajó como empleado del Hipódromo de Techo, como ayudante en la biblioteca del Externado y, en los últimos años de estudio, como Inspector de Policía en la Plaza de Bolívar. En ese entonces no podía saber que gracias a su constante y metódica disciplina de estudio y trabajo llegaría a ocupar la magistratura en el Tribunal Superior de Bogotá, la presidencia de la Suprema Corte de Justicia, sería incluido en una terna para el cargo de Procurador General de la Nación y sería designado por el Presidente de la República como gobernador del Tolima. 

Este último ofrecimiento le tentó a abandonar la Corte, pues le hacía recordar a su primo Darío Echandía cuando, en asombroso gesto de desprendimiento, abandonó su condición de ex Presidente de la República para aceptar la gobernación del Tolima, con la pretensión de que allí se pudiera volver a pescar de noche. Después de ponderada meditación, declinó el ofrecimiento del primer mandatario por considerar, con sincera humildad, que no poseía el talante necesario para las lides políticas. 

Pero regresemos por un momento a ese impresionante record académico que le valió la concesión de la beca Baldomero Sanín Cano de parte del naciente Icetex. Nunca estudiante alguno del Externado había ni ha logrado tal desempeño. Mientras esperaba la beca, Alfonso Reyes trabajó como inspector de policía, estudió por su cuenta italiano y, simultáneamente, terminó una especialización en Ciencias Penales y Criminológicas en la Universidad Nacional. 

Dado que la beca incluía la financiación de un viaje al exterior, Alfonso Reyes decidió entonces ir a Roma a especializarse en Derecho Penal y Criminología. Dejó a su familia, a su esposa, sus tres hijos mayores y a la menor aún en el vientre de su madre y partió hacia el país que por entonces se consideraba la Meca del derecho penal. Dos años después regresó a su país y, por generosa invitación de Fernando Hinestroza, rector del Externado de Colombia, se vinculó como profesor de planta y allí estuvo durante los siguientes veintidós años consecutivos. Comenzó por dar forma a un departamento de derecho penal, para posteriormente crear el Instituto de Ciencias Penales y Criminológicas y, en 1977, fundar y dirigir la revista de Derecho Penal y Criminología. Dio vida a una especialización en derecho penal y a otra en criminología; puso en marcha un programa de maestría en ciencias penales y criminológicas; instituyó las Jornadas Internacionales de Derecho Penal y, sobre todo, formó a su alrededor una verdadera escuela de derecho penal cuyos discípulos han venido ocupando, desde entonces, diversos cargos de importancia en el acontecer nacional. 

Fue toda una vida dedicada a la docencia y al Externado de Colombia, en cuyo departamento de publicaciones editó sus quince libros, pese a recibir tentadoras ofertas de editoriales argentinas y chilenas para publicar su obra en el ámbito latinoamericano. Nunca supo, sin embargo, que el día de su muerte el rector del Externado dio su aquiescencia al Presidente de la República para que ordenara las operaciones militares que terminaron con la muerte de más de un centenar de rehenes en el interior del palacio de justicia. 

Tan tenaz era su disciplina, que el joven Alfonso llevaba varios días absorto en la preparación del poema Pro Patria de Enrique Villar que había seleccionado para declamar en la inauguración del Murillo Toro. El día de la ceremonia subió al escenario y, frente a sus futuros profesores, a sus compañeros y amigos, su madre y sus hermanos, empezó, con sonora y cadente voz, a recitar: Y así continuó, después de esta premonitoria estrofa, con apasionado tono hasta finalizar el poema completo; luego, tras unos segundos de silencio, irrumpió en el ambiente un espontáneo y continuado aplauso; los asistentes, de pie, contemplaban admirados la imponente figura de un joven de trece años que declamaba con tanto fervor. 

Alfonso Reyes cerró sus ojos, como luego permanecerían mientras afuera, transportado cuarenta años en el espacio y el tiempo, miles de personas ondeaban pañuelos blancos durante el recorrido de su cuerpo hacia el cementerio, envuelto en el tricolor nacional, donde aún reposa al lado de otros magistrados inmolados. 

Su postrera y desesperada invocación al diálogo, no fue —como algunos insensatos llegaron a afirmar— una muestra de debilidad y sometimiento. Por el contrario, fue una manifestación más de su inquebrantable fe en la primacía de "la fuerza de la razón" sobre "la razón de la fuerza". Ciertamente, su actitud frente a esta manifestación de violencia fue diametralmente opuesta a la de los integrantes del gobierno; pero ello, lejos de descalificarla, muestra la abismal diferencia ideológica que entre uno y otros había. Porque se puede capitular frente al adversario para defender las propias convicciones; pero lo que no se puede es capitular ante las propias convicciones para derrotar al ocasional adversario.