'Doctor, ayúdeme a morir por favor'
Son las dos de la tarde y Andrés viste un jean y una camiseta de marca que deja ver la delgadez extrema de sus brazos; está perfectamente afeitado y tiene un corte de pelo casi a ras. Su palidez es moderada, y a no ser porque camina lentamente con las piernas separadas, y porque dice que tiene una enfermedad en fase terminal, nada lo delataría como un moribundo. (Lea: Procurador no logró frenar el protocolo para la eutanasia).
Hace 12 años se enteró de que portaba el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), que causa el sida. Y no se enteró porque hubiera decidido someterse entonces a una prueba específica para detectarlo. Había consultado para encontrarle explicación a un dolor de cabeza intenso y la pérdida del movimiento de su pierna izquierda, que lo aquejaban.
Los médicos le diagnosticaron toxoplasmosis cerebral, una infección propia de las personas cuyo sistema de defensas está debilitado. "Estuve hospitalizado tres semanas –cuenta Andrés-, y con las terapias recuperé el movimiento. Inicié el tratamiento con los antirretrovirales y a pesar de los altibajos, todo fue tolerable hasta el año pasado", dice, mientras le extiende al médico un papel que saca de una carpeta.
Es el resumen de una historia clínica de octubre pasado, que contiene, además de un diagnóstico de cáncer de colon y recto, la solicitud de autorización para una cirugía abdominoperineal. “Me la describieron como una mutilación grande, que no me iba a curar. Por eso la rechacé desde el primer momento. Hoy tampoco me serviría, porque el cáncer se me pasó para el hígado", dice con voz temblorosa.
Afirma que a finales de febrero unas llagas en la boca y el esófago, producidas por el herpes, le impidieron comer, y que el dolor era tan intenso a pesar de la morfina y los parches que le ponían, que por primera vez pensó en suicidarse.
Como si hablara solo y mirando al techo casi susurra: "Nadie se imagina lo que es sentir un dolor tan intenso que me hace gritar 24 horas al día sin un instante de alivio. Le pido a Dios que me deje dormido para siempre, en los pocos ratos que puedo hacerlo".
Mueve las manos con rapidez y alcanza de la mesa un tarro de polvo concentrado de proteínas y vitaminas para señalar que, disuelto en agua, es su única comida desde hace dos meses, porque tragar algo sólido es una tortura, lo mismo que enfrentarse al sufrimiento que le producen el dolor en el abdomen, el estreñimiento y las deposiciones con sangre cada vez que entra al baño.
“El cáncer y el sida son una lotería que me gané y que no tiene reversa". Dice que eso lo entendió poco a poco y que logró pensionarse por los días en que solo padecía el sida. Eso lo tranquilizó un poco. "No dependo de nadie, mis papás son campesinos y viven en Boyacá; tengo dos hermanas, la mayor me ayuda, pero se le nota que sufre mucho al verme".
Su núcleo social lo completan un amigo que está permanentemente con él y una empleada que, algunos días, se encarga del aseo del pequeño apartamento de alquiler. "La enfermedad espanta a todo el mundo y peor si saben que tengo sida y cáncer, para completar", manifiesta Andrés.
Se nota tranquilo, y sin titubeos le dice al médico que contactó, tras buscarlo por Internet, que lo ayude a morir. Recuerda que empezó a pensar en la posibilidad hace varios meses e insiste en que no es una decisión apresurada. De hecho, asegura que le pidió al médico que le ordenó la cirugía, y al hospital donde lo tratan, una eutanasia.
La respuesta fue la misma que hasta hoy se da a pacientes en su misma situación en el país: eso no está permitido. "Nunca estuve más cuerdo que cuando tomé la decisión y quiero morirme ahora que me puedo valer por mí mismo; no quiero padecer en una cama sin poder moverme. Lo tengo decidido, y si finalmente el médico no me ayuda, yo mismo busco la solución”, agrega.
Gustavo Quintana es el médico que contactó y a quien pidió que lo ayude a dejar este mundo, en sus propios términos. Tras escuchar a Andrés con atención, le formula un par de preguntas y le dice que atendió a su llamado porque es consciente de su desespero. Le dice, sin embargo, que eso requiere una preparación, y que el proceso empieza por estar completamente seguro de su decisión. (Lea: Radican demanda contra protocolo para práctica de la eutanasia)
"Es un derecho al que usted puede acceder, pero no es un asunto de afán. Tiene que poner en orden sus cosas, repensarlo todo y cuando esté completamente listo, con todo el respeto procederemos", le dice Quintana con voz firme, pero comprensiva.
“¿Eso no duele, verdad?”, interrumpe Andrés. “Para nada”, le responde el doctor Quintana. “Es un procedimiento con bases científicas y, por encima de todo, muy digno, que yo le explicaré a usted y a los suyos en su momento; puedo decirle ahora que es lo más parecido al sueño profundo del que no quiere despertar”, continúa.
Las manos del médico y su "paciente" se entrelazan entonces, casi automáticamente. Las lágrimas de Andrés parecen aumentarse para justificar un llanto grande que ahoga un “confío en usted, doctor. Ayúdeme, se lo pido por Dios. No me deje sufrir más”. “Sabe que cuenta conmigo”, le responde con tranquilidad Quintana.
La cita será antes de dos meses, ahí en su cama, en compañía de su exiguo grupo familiar.
Son las tres y media de la tarde, Andrés prepara su batido multivitamínico y el médico empieza a bajar las escaleras que lo separan del primer piso.