Pasar al contenido principal
Econoticias y Eventos
Opinión
COMPARTIR
Se ha copiado el vínculo

Sobre el caso: Álvaro Uribe

El proceso contra Uribe se ha tramitado durante más de una década, lleno de giros inesperados, tensiones institucionales y controversia pública.
Imagen
José Adrián Monroy
Crédito
Ecos del Combeima
Profile picture for user José Adrián Monroy
3 Ago 2025 - 8:43 COT por José Adrián Monroy

La condena de Álvaro Uribe Vélez a 12 años de prisión domiciliaria no es un simple episodio judicial. Es un antes y un después en la historia política de Colombia, donde por primera vez un expresidente enfrenta una sanción penal efectiva por manipulación de testigos y fraude procesal. La noticia ha estremecido al país, pero más allá del impacto mediático, lo que realmente está en juego es la credibilidad de nuestras instituciones, la solidez del Estado Social de derecho y la vigencia del principio de igualdad ante la ley.

El proceso contra Uribe se ha tramitado durante más de una década, lleno de giros inesperados, tensiones institucionales y controversia pública.

Todo comenzó en 2014, cuando Uribe denunció al senador Iván Cepeda por presunta manipulación de testigos. Paradójicamente, la Corte Suprema no solo archivó esa denuncia, sino que abrió una investigación contra el propio Uribe, al encontrar indicios de que él, junto con su abogado Diego Cadena, habrían intentado torcer el curso del proceso mediante sobornos y presiones a exparamilitares.

Desde entonces, el caso ha recorrido un complicado camino jurídico: renunció al Senado para cambiar de jurisdicción, intentos fallidos de preclusión por parte de la Fiscalía, audiencias dilatadas y múltiples enfrentamientos entre sectores del poder judicial y la opinión pública. Finalmente, esta semana la jueza Sandra Liliana Heredia dictó una sentencia histórica: 12 años de prisión domiciliaria, una multa millonaria, e inhabilidad para ejercer cargos públicos por más de ocho años para el ex presidente.

La defensa de Uribe y sus seguidores  alegan persecución política, “lawfare” y hasta un deseo de venganza por parte de sectores ideológicamente identificados con el Gobierno Petro.

Lo cierto es que el fallo no fue una construcción mediática ni un juicio de redes sociales,  es el resultado de un proceso judicial con audiencias públicas, presencia de la Fiscalía, Ministerio Publico, de la defensa y de los jueces. Un proceso que, aunque imperfecto como todo en la justicia colombiana, se ha tramitado bajo las reglas del debido proceso y que sólo los que han tenido acceso al expediente, pueden opinar conforme al principio de la verdad procesal. 
Ahora bien, el ex Presidente Uribe tiene a su favor las herramientas legales que el Estado de derecho le garantiza: apelación ante el Tribunal Superior de Bogotá, eventual recurso de casación ante la Corte Suprema y, está latente, la posibilidad de que el proceso prescriba si el tribunal no resuelve antes del 16 de octubre de 2025.

Nada está dicho aún. Pero lo que ya no se puede borrar es el precedente: ningún cargo, ningún Político por muy influyente que sea, ningún caudal electoral otorgan inmunidad permanente ante la ley. La Colombia de hoy no es la misma que lo eligió presidente en 2002. Tampoco es aquella que por años lo mantuvo como la figura política más importante del país.

Hoy somos una nación que, aún estando totalmente polarizada, quizás sea más consciente de que los líderes no pueden estar por encima de las decisiones judiciales y que la condena a Uribe no es una victoria de un sector político sobre otro, es un triunfo del principio más básico en cualquier democracia funcional: que la ley se aplica, incluso a los más poderosos. Y ese, tal vez, es el verdadero legado de este caso.